Los rostros de los refugiados son dignos, enteros, a veces alegres. Pero las imágenes de los culpables de su situación no son visibles. Es hora de que empecemos a buscarlas.
Dicen que cuando una imagen, por dura y reprobable que sea, se repite con la suficiente insistencia, acaba generando aceptación, incluso indiferencia. Desde hace más de un año, periódicos y televisiones de toda Europa nos sirven cotidianamente la imagen de los desesperados que cruzan el mar hacinados en botes de goma y que, no pocas veces, mueren ahogados en el intento. La repetición nos ha hecho casi refractarios a esa imagen, presentada, día tras día, como el único rostro visible del drama de los millones de personas que se ven forzadas a dejar sus casas huyendo de la guerra, la injusticia y el hambre. Por eso, para combatir ese espejismo, he querido ver de cerca sus caras, y he pasado los últimos días en las costas de Lesbos, en los campos de refugiados de la isla, en el campo de acogida de Atenas y en la alambrada que separa Grecia de la Antigua República Yugoslava de Macedonia.
Contra lo que cabría esperar, sus rostros están limpios de dramatismo y de reproche. Son caras cercanas, cálidas. Caras dignas, enteras, luchadoras. Caras de gente que sabe que la vida es dura y no le extraña. Y, sobre todo, son caras alegres, sorprendentemente alegres. Se bajan de las barcas y se abrazan sonriendo a quien les tiende una mano de ayuda, felices de haber llegado con vida al otro lado.