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Sangre en la calle y dinero sucio para matar el aburrimiento existencial

Entre la neurosis y la psicosis, el terrorismo y la corrupción se han convertido en los dos acontecimientos por excelencia de la posmodernidad contemporánea. Ambos sucesos rompen el discurrir cotidiano, emergiendo de tal falla una consecuencia ética maniqueísta, a un lado la normalidad de la gente que asume el sistema con resignación y en la cuneta de enfrente, los otros, los asesinos que se niegan a hacer suyos los valores de la superior civilización occidental. 

No hay posibilidad de terceras vías o relatos políticos que puedan oscurecer esa dualidad extrema, si bien se intenta configurar una alternativa difusa y confusa bajo la etiqueta de populismo. Tras esa condición etérea, un auténtico cajón de sastre para apuntalar el statu quo tradicional de la derecha versus la socialdemocracia descafeinada nacida tras la segunda guerra mundial, se esconden opciones muy dispares: el fascismo clásico y los restos del naufragio de la izquierda alguna vez transformadora que intenta volver por sus fueros ataviada de nuevas teorías que ya no pretenden nada más que ofrecer un discurso bajo en calorías sin ínfulas de cambiar en profundidad las bases de un nuevo mundo.

Lo que de verdad sirve de nexo para aglutinar mayorías silenciosas a la defensiva es el miedo oscuro al atentado imprevisto en cualquier lugar del llamado mundo libre y permanecer atento a las pantallas para conocer la última fechoría escandalosa del político corrupto de turno. La realidad supera a la ficción con creces. La vida diaria se ha transformado en un inmenso escenario mediático en el que se desarrollan varios thrillers de suspense donde el espectador puede vaciar sus emociones inducidas por los medios de comunicación y volver al calor del hogar a la espera de renovadas intensidades que sacudan por enésima vez sus instintos primarios de supervivencia.

Ante tanta inmundicia terrorista o corrupta, el superviviente se siente a sí mismo como un privilegiado. O casi, porque debe pagar un precio por ello: la neurosis de autoculpabilizarse por ser incapaz de erradicar el dinero sucio que genera su silencio cómplice y el pánico causado por la responsabilidad externa de no entender la complejidad del fenómeno del horror explosivo y terminal que conlleva la acción criminal de una bomba anónima, disparos a discreción o un atropello indiscriminado.

Atrapado en una dicotomía opresora, culpar al diferente o sumirse en la melancolía de la impotencia, solo le queda al ciudadano de a pie adherirse a la normalidad de la masa o bien ensayar soluciones de corte menos estandarizado: criticar la realidad desde sus raíces y el sistema político en que habita. Esto es, no buscar responsabilidades fáciles y atreverse a cuestionar los propios valores como la verdad absoluta. Este ejercicio va contracorriente y tiene mala prensa. Es sumarse al populismo, el adversario interior de las elites.

En tiempos de crisis aguda funcionan muy bien las disyuntivas excluyentes que reducen la realidad a enemigos irreconciliables escondiendo tras su falsa y atractiva retórica los engranajes complejos y profundos que mueven los hilos sociales, económicos, ideológicos y políticos del teatro público. En ese escaparate de mínima expresión la existencia está obligada a decantarse en un modelo digital de 0 y 1. Todo lo que escape a esta premisa es censurable o no ético o irracional o contrario a la costumbre inveterada del pueblo llano.

Es un éxito rotundo del sistema inaugurado por la posmodernidad globalizadota el que tal doctrina simplista haya corroído la voz de la conciencia crítica personal y de la proyección colectiva de los asuntos públicos. En esta soledad existencial las capacidades de resistencia se han anulado casi por completo. El regreso a una espuria autonomía del yo no deja ver que las inmensas mayorías no son más que conjuntos clónicos de individuos repetidos hasta la saciedad. La presunta libertad ha devenido en igualdad uniforme y anodina. Somos esclavos de las marcas punteras, hooligans de las modas pasajeras, adeptos al gesto insulso, amantes de los tics estúpidos que imitan al personaje de paja encumbrado hace un instante.

Alejarse de esa monotonía resulta incómodo. Si osamos hacerlo, todas las miradas convergerán en la figura del rebelde, la nuestra. ¿Será un potencial terrorista o un inmoral o un corrupto? Al menos, un sospechoso, un presunto adversario o rival contra la normalidad establecida. Eso seguro que sí. Como chivo expiatorio en ciernes, dispara las alarmas del tejido social dominante, que activa con celeridad los anticuerpos para restablecer la salud amenazada por la actitud díscola del loco visto como virus nocivo a batir hasta su extirpación definitiva.

No hay seguridad sin justicia social. Aunque las adormideras ideológicas de la propaganda permitan controlar las neurosis y las psicosis colectivas y privadas dentro de un orden u lógica más o menos efectivo, la bomba de la desigualdad, la pobreza y la marginación tendrán que estallar algún día. Nada puede permanecer en la eternidad de la sublimación o de la reclusión indefinida. El centro rico está rodeado de una periferia en harapos. Cuando los excluídos se den cuenta y tomen conciencia que nada tienen que perder y todo por ganar, el mundo puede entrar en un holocausto histórico. Quizá lo nunca visto; tal vez una ventana desde la cual otear horizontes más solidarios y compartidos. No se sabe qué iniciará el proceso, pero vivir sumidos entre la neurosis y la psicosis provocadas por la sangre y el dinero sucio no puede ser un plan a largo plazo. Nuestros sacrosantos valores pueden estallarnos en plena cara en cualquier momento. Y la extrema derecha recogiendo votos del detritus que vamos dejando por agachar la cabeza y continuar enganchados al propio ombligo. Lo que está por venir, sea lo que fuere, ya está en marcha.