Blog

Los cambios

Es un punto de partida de la Sociología que el contempo­ráneo de cualquier época no tiene consciencia plena, ni de las transformaciones ni de los fenómenos globales más o menos manifiestos que está viviendo, ni de los efectos de ambos a medio y largo plazo. Siempre, más o menos, ha sido así. Pero del mismo modo el contemporáneo de hoy día, aunque está sobradamente avisado, tampoco es ple­namente consciente del alcance de los desgarros profundos en la Naturaleza ocasionados por la ambición y por la necedad humanas. Lo que ocurre es una cosa, y es que ahora, al ser tales cambios sumamente vertiginosos, percibimos mejor la falta de consciencia del contemporá­neo representado por los dirigentes mundiales, por su in­capacidad de anticipación a situaciones sumamente gra­ves previsibles, no precisamente relacionadas con el terro­rismo, sólo solucionable si las potencias occidentales abandonasen militarmente el continente asiático. Capaci­dad de previsión y anticipación, por cierto, que debieran ser exigibles a quienes se aventuran a dirigir los destinos de una sociedad y a todo este sistema sociopolítico im­puesto en el hemisferio occidental, y de las que no obstan­te y en apariencia carecen. Y digo en apariencia, porque otras teorías atribuyen el negarse a la prevención o poner remedios, a la intención perversa por parte de un puñado de canallas de extraer infinitas ganancias de ello, unos, y otros, de conseguir por distintos medios el control absolu­to del planeta...


El caso es que el reemplazo de la máquina por el trabaja­dor empieza con el capitalismo industrial, que lo ha ido potenciando hasta hoy. Desde sus comienzos el maqui­nismo ha proporcionado comodidad, extrema hasta la mo­licie, y acortamiento de las distancias, dos formidables adelantos para la vida cotidiana material. Pero tal es hoy la velocidad del proceso, que es cuando más se pone de manifiesto tanto la nula elasticidad del empresario, de la gran empresa y del sistema para la adaptación progresiva a los cambios sin gravísimos daños al tejido social, como la facilidad con la que a través de los cambios redoblan ambos su agilidad para enriquecerse escandalosamente. Si el contemporáneo pusiese manos a la obra con antelación, para evitar por la irrupción de la máquina el colapso del desempleo masivo colectivo (medidas que debieran espe­rarse de una mayor inteligencia y lucidez por el simple paso del tiempo y la experiencia), los cambios no dejarían de sentirse, pero estarían atemperados por los cálculos precisos para aminorar tanto quebranto...

Porque el no haber sabido anticiparse al impacto que las nuevas tecnologías habrían de causar en el mundo del tra­bajo, ha ocasionado un súbito y desmesurado desempleo de perniciosos efectos en millones de hogares. Y el no ha­ber previsto, prevenido y en su caso corregido los efectos del maltrato dado por el sistema a la Naturaleza, ha ter­minado provocando lo que parece un irreversible cambio climático. En ambos casos, se pone así en evidencia la es­casa inteligencia del contemporáneo, de sus líderes y del sistema, por mucho que se ufanen de llegar a los planetas o de erradicar enfermedades. En el primer caso, porque esa falta de previsión ha hecho que la sociedad pase re­pentinamente, de un cierto bienestar a la inestabilidad, a la incertidumbre y al sufrimiento. En el segundo, porque si las generaciones actuales resisten por el momento los embates del cambio climático, sus herederos sufrirán con toda probabilidad las terribles consecuencias del cataclis­mo silencioso que es una vida sumida de repente en el de­sierto.

Un cambio éste, el climático, por cierto, negado por los necios responsables de la suerte del mundo, cuando más que cambio es sobre todo a mutación. Pues, siempre den­tro de la imprecisión propia de las ciencias que se corrigen a menudo a sí mismas, no hay un régimen de temperatu­ras y de precipitaciones que haya sido reemplazado por otro, sino un desideratum, un devenir desordenado de perturbaciones atmosféricas que apunta a una cercana ca­tástrofe, medida la cercanía no en tiempo planetario sino en el ordinario de una vida humana.

Pero es que además del cambio del clima y de los que provocan las tecnologías, son constantes los cambios en multitud de prácticas, de la estética y de la ética tradicio­nal e intemporal. Pues tampoco se libran de ellos, ni el lenguaje, ni el silogismo ni el modo de razonar. En Espa­ña, sin ir más lejos y pese a que la felonía repercute de manera nefasta en millones y millones de personas, el pensamiento más o menos superficial de gobernantes, de políticos y de cómplices involucrados en graves delitos económicos (así como de parte de la población que les respalda), infravalora la gravedad de esos delitos con efec­tos desastrosos en las urnas y en los recortes sociales.

En suma, un universo de sensibilidades se ha derrumba­do. La ética, la estética, el metron, la medida... y la digni­dad de políticos y gobernantes expuestos constantemente a la vergüenza de una colosal incoherencia probada por todas las hemerotecas, que sin embargo no les lleva a bajar en absoluto la cabeza. Pero no sólo los políticos, también los jueces y fiscales se ponen en evidencia con su pobre discurrir interpretando con ligereza las leyes, la conducta de los políticos felones y la lógica formal... Pues no otra cosa que frivolidad es dar, por ejemplo, más importancia a la insignificancia de la "intachable conducta" del reo en el transcurso del juicio para justificar la no entrada en prisión de un corrupto, que a la gravedad del delito en sí que ha cometido.

Todo lo que ha de dar lugar a un profundo divorcio en­tre la mentalidad de los dirigentes y la mentalidad de quienes entendemos el progreso material y el progreso moral tal como lo entienden y demandan millones en Es­paña, cientos de millones en Europa y miles de millones en el mundo.

Pero me ha ocurrido hoy una cosa que me hace pensar más en relación a todo esto. Con ser muy grave lo que acabo de decir, lo peor es que he tenido que salir esta ma­ñana del supermercado sin las compresas de mi abuela. No había manera de encontrarlas. El almacenista me decía que debían estar en "ese" estante, pero allí no estaban. Después de mis reproches por tanto cambio cada semana o cada día en los supermercados y la consiguiente discu­sión, al final ha desistido el almacenista de seguir buscan­do porque ni él mismo sabía dónde estaban las compresas de mi abuela. Y todo, por las malditas maniobras menta­listas de un Mercado empeñado en este tiempo en ma­rearnos o en volvernos locos, con los trasiegos de los mal­ditos y constantes cambios sin venir a cuento, también y como decía, en los malditos supermercados...

Jaime Richart, Antropólogo y jurista.

Rebelión