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Aquellos maravillosos privilegiados Los albañiles del 2006

Leyendo el artículo de Javier López Menacho el pasado seis de junio aquí en La Réplica, reconociendo este nuevo (¿?) frente que ha abierto el sistema para alimentar las almas más alienadas de nuestro entorno que consiste en llamar privilegiado a toda aquella persona que trabaja en una profesión, que no querrían que realizaran sus hijos ni por asomo, pero que dispone de unos derechos -ganados a fuerza de todo- que para los ideólogos y la masa del aplauso y la falta de conciencia de este sistema son inaceptables, mezclado con todo este calor que nos invade estos días (para el primo de Rajoy el mismo calor de todos los años, para otros producto del inevitable cambio climático) recordé a aquellos maravillosos privilegiados que ya nadie menciona: los albañiles. Una de las profesiones tradicionalmente peor pagadas y consideradas dentro de la escala social del capital y por supuesto más peligrosas, que a consecuencia de la ya bien conocida burbuja inmobiliaria pasó a ser una de esas “profesiones privilegiadas”.

 

En 2006, justo un año después de que España alcanzara la cifra del tres por ciento en el consumo de cocaína entre las personas de 15 a 64 años de edad, los albañiles eran los nuevos yuppies de la sociedad española, con automóviles hasta el momento destinados a una clase media alta, casas unifamiliares, chalés o pisos de veraneo…¡algunos hasta viajaban al extranjero! Eran unos grandes consumidores sin duda, tanto que podría rellenar este artículo tan solo describiendo el frenesí consumista de esos trabajadores que hasta ese momento no habían siquiera soñado con poder tener algo más que un Seat y pasarse los fines de semana en la piscina municipal. Y esto, ya por aquél entonces, no gustaba entre aquellos que siempre se consideraron de otra clase con derechos, a veces otorgados, incluso, por origen divino, sobre los que consideraban de una clase inferior. No gustaba que un chico de veinte años que no había terminado la ESO (uno de esos que nunca fue a clases particulares) trabajando nueve horas diarias en una obra, a más de 40º -poniendo de ejemplo el sur del estado español, donde los convenios laborales en el sector de la construcción contemplan la jornada intensiva apenas durante un periodo de un mes y medio (desde comienzos de julio hasta finales de agosto), como si las condiciones climatológicas fueran mucho más favorables en junio o septiembre, en los casos, por supuesto, donde se cumplía dicho convenio- sobre tejados o suelos de hierro, rodeados de armas en potencia, es decir, cualquier herramienta propia del sector, con una grúa sobre sus cabezas constantemente y unas medidas de seguridad a menudo innecesarias como muestran las estadísticas, donde todos los años mueren decenas de albañiles en accidentes laborales, pudiera ganar un sueldo que oscilaba entre los 1200€ y los 3000€ en algunos casos, dependiendo de factores como la experiencia, especialización, antigüedad o las condiciones del trabajo en particular, pudiendo negociar el sueldo por horas o por cuenta, o lo que es lo mismo, dependiendo de la productividad.

 

Y todo esto, repito, no gustaba mucho por aquél entonces a algunos que por sus estudios superiores o por tradición familiar, o cualquier otro motivo no soportaban la idea de que el esfuerzo, su esfuerzo, no estuviera valorado por el sistema -ese sistema que tanto adora el esfuerzo- por encima del de aquellos que acabamos, aunque fuera por poco tiempo, contribuyendo (como víctimas en el mayor de los casos) a la locura del cemento y el ladrillo. La diferencia ahora con esos años es que los patronos, tanto de la economía como los de los medios o de la política sabían que aquello explotaría y se derrumbaría, así que, no hizo falta ninguna campaña como la que han orquestado y puesto en marcha contra todo “trabajador privilegiado”.

 

La historia ya la conocen: despidos, embargos, desahucios, suicidios, etc. Cómo iban a contarles todo esto. Ahora los albañiles que aún se dedican a la construcción (pueden imaginar que muchos de ellos están engrosando las listas del paro) llegan a cobrar hasta cinco euros la hora, trabajando más de diez horas al día en algunos casos, a cientos o miles de kilómetros de sus casas, sin dietas, alojados en la pensión más barata que el empresario encuentra, y de nuevo, con unas medidas de seguridad insuficientes para parar todas esas muertes que la obra deja atrás año tras año. Pero de estos privilegiados ya nadie se acuerda, ni mucho menos, oirán hablar en los medios ni pertenecerán a sus conversaciones de bar o en el andén de una estación un día de huelga. Porque ya no lo son, o quizás, nunca lo fueron.